
Me gusta desayunar una buena tostada con tomate y jamón, mi pequeño placer de domingo. Lo más importante para hacer una buena tostada es el pan. Hay muchos tipos de pan, y muchas posibilidades para completar la tostada, pero cuando el pan es bueno la tostada sabe a gloria.
Algo similar sucede en el teatro y cine. Cuando tenemos una buena historia (sea del género que sea), la disfruto tanto como mi tostada dominguera. Y siempre lo que realmente importa es lo mismo: el pan. El buen pan de la tostada es el que aguanta lo que le pongan: mermelada de mora, mantequilla, nutella, tomate, jamón curado, queso azul, cebolla caramelizada, aceite de oliva con ajo, arequipe, lomo adobado, pollo al curry, miel, tiras de bacon, lechuga... Podemos colocar cualquier cosa encima si el pan es bueno. Porque cuando el pan es bueno, resistente y con fundamento, la tostada promete, incluso antes de empezar a prepararla. Hay que ser muy torpe para no conseguir una buena tostada de un buen pan.
El pan es el texto, la historia que queremos contar; la tostada es el resultado final, lo que nos comemos y saboreamos sentados en la butaca. Como público he disfrutado grandes tostadas sobre un buen pan, también mediocres y, por supuesto, malas tostadas. Pero las buenas, las ricas de verdad, todas tenían en común lo mismo: un buen pan. Porque cuando tenemos una buena historia que contar, bien estructurada (aunque juguemos a romper estilos), con buenos personajes y atractiva, ya tenemos un buen porcentaje de éxito asegurado.
Pienso que una buena historia se puede salvar con malos actores o un montaje pobre: mermelada barata y queso de plástico, pero sobre un buen pan. Pero una mala historia sobre un pan endeble... a esa tostada no la salva ni un buen jamón de jabugo o el mejor chocolate suizo, al final la tostada se romperá y, más tarde o más temprano, manchará la ropa.
Conclusión: si no tienes un buen pan, mejor no desayunes tostadas.