Ser actor, o dedicarse a escribir, dirigir, producir... necesitan de algo más que una buena actitud y unos buenos conocimientos. Ese algo más es lo indefinible. Es aquello que empuja a alguien a meterse en esto del teatro y sufrir sus consecuencias. Pero también es aquello que sostiene la evolución del actor y le ayuda en los momentos más complicados. Es la gasolina extra, el plus necesario para superar el obstáculo que parece insalvable, es lo que nos ayuda a mantener el tipo cuando la sociedad, la familia, o las circunstancias atacan con su mejor caballería.
Lo indefinible nos mantiene alerta cuando los demás duermen su conciencia, y nos empuja para seguir este camino profesional que hemos elegido. Es la voz que susurra lo que nadie más ve de un personaje, o la idea maravillosa que arregla y compone una escena. Lo indefinible se tiene o no se tiene, lo he aprendido en carne propia y observando a mis compañeros y alumnos. No sé qué diría Darwin, Luther King o Nelson Mandela sobre esta afirmación que parece tan racista, pero a medida que sumó años lo subrayó cada día un poco más.
Lo indefinible es el fantasma del espejo que refleja cada actor, es el espíritu resignado de esta profesión. Lo indefinible es el sufrimiento eterno del actor, es su propia y asumida condena.
Y se tiene, o no se tiene.