Escribo esto pensando en el microteatro, y en todos esos formatos que se presentan como revolucionarios y transgresores de un cultura escénica que sabe más por vieja que por diabla. En el caso del microteatro, sólo tenemos que irnos unos siglos atrás y recordar los sainetes, pasos o entremeses que pululaban por la España de los siglos XVII y XVIII. Otros formatos como el happening, las intervenciones o las tomas de espacios no convencionales, se podrían remontar a los mismos albores del arte teatral griego sobre una carreta, a las cavernas donde un neanderthal construye una historia frente a su tribu, o con un grupo de juglares itinerantes que escapan del poder eclesiástico y monta su espectáculo en un casa abandonada.
Los nuevos formatos responden al contexto y actúan como reflejos de la situación donde aparecen: es la esencia de lo dramático. Las crisis, los gustos, la educación y las épocas confusas, agitadas o alegres de una sociedad son el catalizador necesario para buscar esas nuevas vías de presentación que a veces rompen esquemas, y otras veces tan sólo creen romperlos.
Si todo debe ser necesario de una u otra forma, (porque siempre ganaremos alguna mínima experiencia vital) igualmente todo debe aportar alguna mejora colectiva para la evolución del entorno artístico. Necesitamos alimentarnos de todo tipo de propuestas escénicas, cortas, largas, buenas, malas, extrañas, tradicionales, novedosas... en el equilibrio suele estar la verdad. Porque al final pocas cosas son nuevas en si mismas dramáticamente. Lo importante es tener alguien que cuenta algo y otro alguien que escucha. Esto es muy simple y poco tiene que ver con una o varias modas.
La escena es pura energía y "la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma". Pero en escena la energía se transforma frente a nosotros, esa es la gran diferencia del arte dramático frente a la termodinámica: podemos observar ese cambio, pero hay que saber mirar.